JOSÉ PÉREZ:
Ese país que Javier Osto me dibuja

Escribir sobre la ausencia casi general de periódicos impresos en Venezuela se me quedó en postergada tarea desde el día en que, reflexionando sobre este tema con el poeta Carlos San Diego, tuviera la amarga certeza de que ya no hay medios físicos para leer las tragedias diarias del país, ni para leer la poesía y creación artística, ni está el suplemento literario ni la revista cultural; no hay espacios para la crítica y la reseña sobre el arte y las letras, sobre la crónica y el personaje popular, para el artículo de opinión y la denuncia social. Los periódicos de papel desaparecieron.

Todo acto de creación humana vaciado en lengua escrita en la actualidad debe correr el cauce de las llamadas “redes sociales”, en el infinito río de la internet, arrastrando imágenes y videos, signos diversos y figuras ingeniosas, que vía WhatsApp, Twitter, Facebook y similares, se dispersa por la humilde aldea global, más rápido que un rayo, más rápido que el viento, más rápido que un avión. No obviemos que nuestros rudimentarios juguetes de infancia y de pobres a lo sumo permitían simular un vano avioncito de papel o la hélice de un motor de avión extraída de una hoja de mango.

Antes de 1991 lo más asombroso que percibieron nuestros ojos fue la televisión a color y las piernas hermosas de María Conchita Alonso. Después llegó el juego de atari, el betamax, los “guoquitoqui” y alguna que otra maravilla tecnológica, pero hasta poseer un rudimentario teléfono fijo, hogareño, era un lujo de muy pocas almas. El teléfono celular o móvil, era asunto de ciencia ficción. Ni siquiera la película “Volver al futuro” pudo arrojarnos una lucecita en este sentido, aunque vaticinó los autos voladores cuyas pruebas siguen más cerca del error que del logro.

            Quienes abrigamos sueños de escritores en las páginas del diario Antorcha de El Tigre, durante los primeros y últimos años de la década de los ochenta, y durante la primera y segunda mitad de la década de los noventa, pudimos expresar ideas y quejas, certidumbres e incertidumbres, sobre el avatar político de entonces, desde aquel fatídico Viernes Negro de febrero de 1983 (menos fatídico, por cierto que todos los viernes negros de 2019, pues cada fin de semana el dólar negro y ahora el oficial, se empina para elevarse por los cielos para que el arroz se nos aleje del buche y los huevos tengan alas para posarse entre las nubes) hasta la mismísima asonada militar del Comandante Hugo Chávez en febrero de 1992, y su posterior elección para Presidente Constitucional de Venezuela, en diciembre de 1998. Hasta ahí transitamos un camino de certezas e incertezas que el sueño, la esperanza, la utopía y la juventud nos alentaron para contribuir, sin presumir de intelectuales, al nacimiento de esta República Bolivariana de Venezuela que ni remotamente enseñaba su posterior ropaje de “Socialista”.

            Quienes creímos en el teatro, la música, la poesía y el don revelador de la lectura quitábamos el polvo a los zapatos después de regresar de los liceos para allegarnos al Ateneo de El Tigre y a la biblioteca pública Alfredo Armas Alfonzo en el sector Casco Viejo de la ciudad (frente a lahoy sede el Cicipc), o a la antigua casona donde funcionó el Hospital General de El Tigre (lugar donde yo nací en mayo de 1966), frente a CADA, o más explícitamente, el Centro Comercial Petrucci, en la llamada primera carrera o avenida Francisco de Miranda, cruce con la avenida Winston Churchill, donde funcionaba y aún funciona la orquesta juvenil José Antonio Anzoátegui.

Nuestras caminatas de pobres y de soñadores alcanzaban hasta los diez kilómetros diarios, a lo sumo con un poco de café con leche en el estómago o algún trozo de pan. Durante esos años de nuestra juventud el hambre y la pobrecía diezmaban a Venezuela, tan semejante este dolor del presente. Es como si el tiempo hubiese girado sobre sí mismo, como el mito de la serpiente que se muerde la cola, y nos hubiésemos estrellado otra vez con la misma piedra. Por cierto, un cantante de moda de esos años llamado Julio Iglesias nos cantaba por la radio, con su voz dormilona: “Tropecé de nuevo con la misma piedra…”

            De esos años fue nuestra amistad con el escritor Luis Octavio Bedoya, un colombiano amado y querido por nosotros por ser un amigo-padre de infinita bondad, buen humor e inestimable solidaridad, y la guía oportuna, sincera y franca del poeta Helí Colombani. Adentrado en la sombría personalidad y el rigor formal del periodismo serio, también don Edmundo Barrios nos brindó consejo y oportunas orientaciones. Uno de ellos, no dejar de escribir nunca, y jamás dejar de pensar con criterios propios; no abandonar la crítica. Bajo estos aires del sueño y el sacrificio, ciertamente me lancé al ruedo de la aventura, y sin fortuna ni recursos económicos me fui a estudiar a Mérida. La Universidad de Los Andes me brindó cobijo y me hice de buenos amigos, entre compañeros de clases, profesores y poetas reconocidos. Hasta el día de hoy persisten esos grandes afectos, extrañando siempre quienes ya están sembrados, de manera muy hondamente sentida, el poeta Ramón Palomares y recientemente Edmundo Aray.

            En 1991 me casé con una joven muchacha de San Diego de Cabrutica, con la que compartí matrimonio y familia durante veinte años, hasta el divorcio en 2010. Todos esos años mantuve un pie dentro de la Mesa de Guanipa y otro en la isla de Margarita, hacia donde me llamó la docencia universitaria. Durante esos años Javier Osto se quedó en su campo lidiando con los conucos y el pastoreo, apoyando al padre y levantando a los hermanos, mientras el poeta Carlos San Diego andaba y desandaba cada calle, cada barrio y cada página diaria de mi ciudad natal sin atreverse a alejarse, sin renunciar al periodismo, sin abandonar la poesía, por sobre toda soledad, por sobre todo desamparo, hurgando huellas propias y ajenas para escribir la crónica, y para nombrar al amigo en sus páginas de escritura, sin más tributo que los menguados salarios y la gratitud de su gente por la persistencia del oficio, la madurez del verbo y la humildad de su profesión incorruptible. Por suerte o por azar, algunos de nuestros libros inéditos lograron el milagro de la imprenta, y de alguna manera formamos parte ya de los autores anzoatiguenses contemporáneos, de cuyo registro y crítica literaria formal necesitamos un aporte serio, bien documentado, que puede iniciarse con justicia, en el siglo diecinueve, cruzar todo el siglo veinte y arribar en lo que va de la presente centuria. Buena tarea para investigadores incipientes y doctos.

El artículo de Javier Osto titulado “José Pérez y El Jardín del Tiempo” acude a ese diálogo de la nostalgia con la incertidumbre, en el duelo aparentemente disforme entre el ayer y el presente, rememorando esas “pequeñas derrotas no sumadas al alma”, como dijera el poeta Gustavo Pereira, entre aquella realidad material adversa y estos días de limitadas provisiones alimenticias, menguados salarios, incorregibles prácticas del poder para mutilar la esperanza humana del bienestar y la vida digna, porque a un día de oscuridades y apagones se sobrepone otro de falta de gas o señal telefónica, de escasez de efectivo como en 1989 (en la era de los “tinoquitos”) y del robo descarado y la usura de los comerciantes. Como en 1983, 1984, 1985, la palabra dólar golpea nuestros oídos con golpes de mandoble, y hoy cercena las venas abiertas de América Latina como un puñal imperial que no deja de tener en el mismo gobierno, sus propios esbirros.

Bien que sea por la mabita del oro, del diamante o del petróleo, bien que sea por los malabares de la droga, el testaferrismo y la trampa, ese dólar nos jode la vida, los sueños y la esperanza tras cada amanecer sin que valgan profesiones honradas, sacrificios laborales honestos, leyes ni jurisconsultos ecuánimes, porque el desorden, la impunidad y la barbarie agarraron el caballo de la patria por las bridas y nos dieron una patada en el pecho.Incluso, amigos nuestros que han ejercido de alcaldes, gobernadores, ministros, legisladores, diputados y altos funcionarios de Estado, parecen no haber entendido la urgencia ancestral de impulsar al país hacia su verdadero desarrollo, sino que terminan enrolados en la catapulta de la corrupción, del bandidaje y el usufructo. Lamentable esto, porque hasta se los he dicho en persona, a expensas del mal gusto de estas opiniones ante sus caras de sobrados. Por suerte o por desgracia, no lo sé, no tuve nunca vocación para la política, por lo tanto no he ocupado nunca esa trinchera en mis oficios, aunque la vocación que sí escogí, la de la docencia universitaria, tenga hoy para mi sabor de retama, después de tres años de jubilación, tras 25 años de trabajo ininterrumpidos, sin que hasta el presente se me haya honrado el pago de mis prestaciones sociales, y el saldo de la pensión que me paga el Estado a través de la Universidad de Oriente, no me alcanza ni para comer una semana. Tiempo perdido desde los 24 años de edad, y que a esta edad de 53 percibo como la suma de un fracaso material que tiene en la política su peor esbirro. Ningún político, de la doctrina que sea, debe tirar por un despeñadero los méritos y los logros de ningún profesional de la República. Ningún político, en todo tiempo lugar, debería vulnerar los derechos elementales de los trabajadores a una vida digna y honorarios justos.

Como contrapeso, querido amigo Javier Osto, nos queda la escritura, la poesía y el ejercicio de los sueños, ventana ésta que también permite canalizar nuestra quejumbre, demandar justicia y denunciar a los bárbaros. Más de allá de todo eso, cada amanecer nos ampara con un sol espléndido propio de nuestro mundo Caribe, y la esperanza es la misma por sobre toda incerteza, más allá de toda incordura.