Lees los informes sobre la muerte del Capitán Rafael Acosta. Escuchas la voz entrecortada de Waleska Pérez, su viuda. Cada palabra es una herida. Sientes también que algo cruje dentro de tu cuerpo. Aprietas los dedos. No sabes dónde poner las manos.
Miras la foto de Rufo Chacón, la imagen de su rostro lleno de sangre mancha cualquier letra que intentas pronunciar. Tu lengua está llena de arena.
¿Qué se puede hacer con la indignación? ¿Qué con tanta irritación, con tanto dolor, con tanta impotencia? ¿Dónde se puede amarrar la exasperación? ¿Acaso se puede guardar en una gaveta? ¿Se puede esconder debajo de la mesa? ¿Qué se puede hacer con toda la rabia que vamos sintiendo?
Todas estas preguntas, a veces incluso sin hacerse siempre visibles, danzan desde hace mucho entre nosotros. Todos, de muy diversas maneras y en diferentes grados, llevamos demasiado tiempo sometidos a la violencia oficial. Cierto: no es ninguna novedad. Pero también es cierto que, durante estos últimos años, la agresión y la crueldad del poder se han ido despojando de todos sus disimulos y se han incrementado hasta perder el control. No hay una única fuerza. No hay un solo Estado. La administración de la violencia ya también forma parte del caos.
Ningún ciudadano puede escapar de esta dinámica. Y cada quien trata de sobrevivir como puede, cada quien busca sus maneras de relacionarse con la ira, con el miedo. No es fácil gerenciar la desesperación y, muchas veces, en estas circunstancias, no hay nada más tentador que un berrinche: patear los teclados, culpar a cualquier prójimo, escupir tuits, mandar todo al carajo… puede ser una experiencia catártica, muy refrescante.
También te ofrece la posibilidad de sentirte poderoso, de creer que todo se resuelve con un grito, que en verdad tú puedes ser un radical.
Primero dijeron que Michelle Bachelet sólo era una comparsa de la dictadura, una cómplice que vino al país a legitimar a Nicolás Maduro. Después, a pesar del crudo informe presentado esta semana, los berrinchudos siguen sin estar satisfechos. Piensan que la primera recomendación de la Alta Comisionada ha debido ser la siguiente: la ONU exige a Donald Trump que agarre sus marines y sus hierros y que invada, de manera inmediata, a Venezuela. Sin contemplaciones. La vaina es ya, para que encima tengamos cierto ambiente simbólico.
Vigilan el vocabulario, se irritan si alguien dice o escribe “gobierno” sin aclarar que es un “gobierno tiránico, dictatorial y totalitario”. Los berrinchudos están siempre dispuestos a estallar. Cualquier detalle les parece una provocación, una nueva traición del liderazgo, otro error imperdonable de los políticos. No aceptan ningún diálogo. No desean marchar, hasta les molesta que otros marchen. No quieren elecciones. No necesitan de las instancias internacionales. Los berrinchudos piensan que la política sólo es un trámite burocrático. Detrás de toda su alharaca, coinciden en algo con el régimen: su única opción es la violencia.
Más allá de lo comprensible o no de esta actitud, también hay que entender que existen los berrinchudos profesionales. Aquellos que tratan de sacarle un gran provecho al arrebato. Los que creen que pueden conseguir algún protagonismo a punta de berrinches. Los que piden acciones instantáneas y definitivas, los que invocan milagros envueltos en misiles, aun sabiendo que no existen, que no pueden darse, tan solo para provocar berrinches y tratar de ganar más seguidores.
La lógica del estallido, sin embargo, tiene un ciclo predecible, melancólico e inútil: después de reventar, se desinfla.
No queda nada. Solo el vacío. Un interminable vacío donde vuelve a aparecer Nicolás Maduro anunciando ejercicios militares y diciendo “estamos en el lado correcto de la historia”. Y entonces tú piensas de nuevo en el Capitán Rafael Acosta, en los ojos huecos de Rufo Chacón. Piensas en todos y en tantos. Y la indignación y el dolor y la rabia siguen ahí. Intactos.