EL TIGRE. Su vida está llena de anécdotas. Unas alegres. Otras no tanto. Es el mismo devenir de la existencia. El amor y el desamor. Eso que como el sol se vive todos los días. Como muchos muchachos campesinos de los años 70, el canto contrapunteado era una de las diversiones en su medio. Pero Bernardo Ledezma no tenía mucho interés por el canto. Su tendencia era la de ser músico. Veía a los viejos tocando arpas hechas por ellos mismos y eso lo entusiasmaba. Era un enamorado del arpa. La quería tocar, la quería acariciar, quería que le hablara de la manera más sublime: a través de la música de su cordaje. Pero ni tenía un arpa y ni sabía ejecutarla. Con esos sueños vivía.
A Julio Tademo, que era un viejo arpista de esos caseríos de la parroquia Zuata del municipio José Gregorio Monagas del estado Anzoátegui, que fabricaba arpas de madera rústica, con serrucho, machete y enclavijado de estacas, la mamá de Bernardo Ledezma le compró un arpa y la puso en las manos de su hijo, que no necesitó de mucha orientación para comenzar a tocar “golpes vergajeados”.
Estaba enamorado de su arpa rústica. Pero más pudo el amor de una muchacha, a la que se llevó “huida”. Temeroso de que los padres de la novia los fueran a casar, se vinieron sólo con la ropa que cargaban puesta para El Tigre. Fueron tiempos muy duros. Vivían del puro amor. Comían de una arepa que un familiar de ella le daba y ella la partía por la mitad. Meses después, él consiguió trabajo en una pollera del sector El Luchador. Luego se familiarizó con algunos “paisanos” que antes se habían venido. Incursionaban en la música llanera: Eleuterio Hernández, Miguel Ledezma, Otilio Hernández, entre otros. Así nuevamente, hizo contacto con el arpa y ya lo llamaban por el mote artístico de “Lapo”, tanto que fácil se le identifica como “el Lapo” Ledezma. Aunque en su proverbial buen humor, como para hacer que se le infunda respeto, exige que se le diga: “Señor Lapo”.
Se quedó en El Tigre. La relación de aquella mujer, con la que se vino huyendo del campo, la deshizo el desamor. Duró lo que tenía que durar. Pero levantó familia. A la par perfeccionó la ejecución del arpa. Conformó su propia agrupación musical. Hoy, con más de 40 años dedicados a la música venezolana, al lado de su presencia, sus hijos se han formado músicos y cantantes y ahora a éstos, también le han seguido los nietos. Son ya tres generaciones artísticas.
“El Lapo” goza del afecto de muchísima gente. Tanta que en la calle, a pie o desde un vehículo, lo saludan y no sabe quién. Le grita: “¡Ah, `Lapo´!” Y él responde: “¡Vaya, usted, que yo me encuevo bien hondo!”. Y sigue su camino.
Ha acompañado a un sinnúmero de cantantes: Reynaldo Armas, Cristóbal Jiménez, Reyna Lucero, Teo Galíndez, “Catire” Carpio, Simón Díaz, Dennys del Río, Cristina Maica, Francisco Montoya, Jesús Moreno, Domingo García, Euclides Leal, además de todos los que residen o se han formado en la Mesa de Guanipa… “son tantos, tantos…” que a quien tú le nombres, con el gesto característico al mover en forma de boca los dedos de su mano derecha, dice: “¡Eso… eso… eso…!”
Ha sido el arpista acompañante en la grabación de discos de varios cantantes. Uno de los más recientes es Pedro Luis Itriago. Confiesa que sin cigarro no toca el arpa y si la toca no es igual porque le cambia el humor.
Es un maestro de la música popular. Sus orientaciones, que son constantes y dictadas por la experiencia de los años y la sabiduría que depara llevar una vida con sus tropiezos, pero siempre digna, también sirven para educar no sólo el oído musical, sino también el buen ritmo de la existencia.